Juno
Un reloj, sin afanes, marca la eternidad. Juno expía a los hombres. Decide bajar los escalones circulares del tiempo. Va a los acantilados, a las tabernas. Lleva un hilo dorado en su pantorrilla.
Juno conjuga el verbo amar en el lenguaje de los dioses. La cansa la infinitud del tiempo, quiere morir anciana.
La grafía del sueño
La sangre como un río nos empuja, mientras el espejo nos devela el rostro de la noche ausente, dormida.
Ella es el reflejo de lo que fue y sigue siendo. Un destino golpea a la puerta que no existe.
Alguien que no vemos se acerca, y empuja la puerta. ¡Cuántas veces los mismos pasos abrazando los nuestros? ¿Cuántas adentrándonos en el jardín prohibido del sueño, el de la fatalidad?, para arrancarle a la noche sus dialectos extraños.
No hay lámparas, los pies cansados y la noche no tiene oídos.
Me transformo en un enjambre de abejas, en un unicornio azul, en un hueso prehistórico. Nadie me ha advertido que desciendo de la hormiga.
Me desnudo de todos los nombres que traía y solo restos soy, restos del diluvio, vacío sobre los inicios del mundo.
Todo vuelve al mar
Se sufre para parir un pájaro que está oculto, parir su canto y su nombre.
Llegan las precipitaciones del espíritu, un rostro descarnado somos ante el espejo, y cada noche, cada noche, se repite la escena primera.
Nada se puede retener, todo vuelve al mar, los animales del primer diluvio, el infortunio de las hijas del espino, el polvo de las estrellas, los ojos de fuego del dragón que despierta y respira a nuestro lado.
Todo es una cuerda floja sobre la que se nace.
Raíz de todas las raíces
Una voz antigua recorre las calles estrechas del muelle. El corazón va tras una bocanada de humo que se repite, mientras la sirena de un barco anuncia la partida.
Raíz de todas las raíces, la del mundo devastado y creado nuevamente. La inocencia vuelve a levantarse en el grito de los desaparecidos. Vuelve la vida y la muerte a danzar en un parque solitario.
Los pasos que se fueron regresan en una foto que ha desgastado el tiempo, las pérdidas se quedan en los ojos, en el invierno, en el agua detenida en un pozo.
Recuerdo oscuro que puede ser el de un tranvía que se aleja. Horizonte en fuga devorando los cartílagos. El verdugo es la muerte disfrazada en la sangre derramada del prójimo, en un hueso roto, en un anciano que se va despidiendo hasta que el alba llega.
Flaquean las rodillas, la rosa vigorosa se marchita.
Sin embargo, la ausencia de uno mismo es la mayor despedida.
Dádiva
Un recuerdo se vuelve hilo de araña que devela las ciudades primeras, los monstruos más patéticos, las barbaries que agotaron mis ojos.
He visto a Dios en el prójimo,
le he escuchado con voz iracunda y dulce, tan humano, tan mortal,
tan hombre como todos nosotros, sudando y con ampollas por las largas
jornadas sobre el mundo.
¿Qué no he visto y escuchado?
El tambor de la guerra, hombres muertos y vencidos. La voz de Dios, que es la mía, y que se extiende a la sustancia del árbol y la herida, del camino y las olivas.
Cierro los ojos y me veo en libertad, respirando el aire como dádiva.
María Helena Giraldo González
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