martes, 22 de agosto de 2017

Domingo José Bolivar Peralta. Los poemas

Éxodo

Rebeláronse las huestes de Satán
en contra de él. Ya no era éste
el mismo ser enfadado, el cual
allá, cuando el tiempo aún no lo era,
osó desafiar la gravedad
de un padre singular.

Se ha apoltronado, reblandecido
en unos resecos laureles. Conforme
con el statu quo establecido.

Abandonan los antros del Hades
en oleadas; las pávidas almas presencian
el éxodo sorprendidas, mientras Cerbero
a la opaca procesión aúlla.

El Señor del Averno desde su trono
y el Señor del Cielo desde el suyo
contemplan la escena horrorizados.

                                                                                                       Imagen de internet


Contrito 

A punto de estallar, de hacerme añicos;
de ser un reguero de incontables pedacitos
arrastrados por la brisa, en el suelo,
sin tener siquiera el último consuelo
fragmentado de flotar, de alzar el vuelo
diminuto hacia un plácido infinito.

¡Qué va! Hasta muere encadenado en mi guargüero
el rebelde torbellino de un viejo grito
mientras caigo girando como aspas de abanico
a la paila donde el Diablo, sin agüeros,
calienta aceite para luego comerme frito.

Y no crean que estoy harto de perico:
es mi angustia de morir porque me muero.
No es tampoco porque sea marihuanero:
la razón, ilógica, quizá, de todo este duelo
es querer ser, y no ser lo que yo quiero.

Podía escribir algo mejor, algo bonito
para que todos digan "Oh, qué lindo escrito!",
pero es que estoy como el sucio arroyuelo
cargado de basura de mi pueblito.

Involuciono, estoy a punto de ser un mico,
y no exagero cuando hago un esfuerzo y me critico:
vivo colgado, y esta rama, refugio huero,
cruje. ¿Es mi destino? ¡Ay, bendito!

                                                                                                             Imagen de internet



Los míos y yo


                                                                                                         A Jesús, Liceth, Luis y Arnold

Tenemos tanta historia acumulada
los míos y yo,
que parece no caber en tan poca vida.
Tanta historia que nos ha envejecido desde niños.

Nuestra historia es la historia de los fracasos
de un gineceo, de los granos de polen
que el viento lleva y trae,
de las ramas que se caen antes que la fruta,
de las frutas masacradas a picotazos
por pájaros indolentes
y roídas por dentro por gusanos bullentes.

Cargamos nuestra historia
los míos y yo
como lo que es: una herencia.
Una herencia que nos hace altivos
y a la vez vulnerables;
una herencia de ojos tristes y dientes feroces.

Los míos y yo,
improbables.
Criaturas tal vez hechas a despropósito.
Mamíferos chillando por la teta eternamente;
una sola camada en varios partos.

Todos juntos y cada uno por su lado,
los míos y yo
por separado
por separados.
Acompañados cada uno por el otro que está solo.

Yo los amo
y ellos a mí,
y nos odiamos
porque somos hijos
de una luciérnaga que titila en las oscuras soledades de nuestras vidas,
porque somos vástagos de una rama caída,
porque somos herederos de un frenesí
que nos arroja de vuelta a la crisálida;
al gineceo nuevamente
-¡Imploramos!
¡Al gineceo nuevamente!-
cuando estamos cansados de cargar con tanta historia,
viejos y apenas con tan poca vida.

                                                                                                   Imagen de internet




En la cruz
Húmeda y rojiza perla henchida
por angustias y dolores
resbaló de su frente, cayó al párpado,
regó sus pestañas. Comprendió
que hasta algo tan simple
como secarse el ojo, era para él imposible.
Lo cerró
muy fuerte
y al abrirlo nuevamente
sintió las llamas del Infierno
derramarse en su pupila.

Quiso escrutar el cielo.
Nada halló más que a sí mismo
perdonándose sus pecados.

El Sol golpea sin compasión sus carnes
ultrajadas. Veíase tan débil, tan humano...
Entonces de su boca salió un grito;
dijo: ¡Padre, por qué me has abandonado!


                                                                                                                  Imagen de internet
                                                                         Domingo José Bolivar Peralta

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