jueves, 3 de agosto de 2017

Flavio Crescenzi. Los poemas


Nocturno de fuego y de caballos

                                                                                           Un caballo que relincha es un alma en pena,
                                                                                           y es también un metal noble.
                                                                                                                                    Eduardo Chicharro


qué clase de sombra piafa ahora por los callejones nocturnos
qué asordado tropel de amianto o de topacio
si hay crines azules clavadas a lo ancho de mi sangre
metálicos cascos por mis venas de azufre cabalgando
como si fuera yo también un hipódromo de cobre que no duerme

ya he dicho que galopan millones de equinos por mi sangre
que un triunvirato de furias se escapa azul por mis rodeos
que no tengo más audacias en mi lengua que un quebranto
durísimo quebranto que en su sed de tropa se apresura
arrasando a su paso con el frío mineral y la prudencia

a veces el destino de mis lágrimas asciende
al nivel del éter del mar del plenilunio
corrompe con su asfixia las ventanas
y unos párpados se cierran ya dolidos
al tiempo en que el metal se funde con su nombre

qué clase de sombra piafa ahora por los callejones nocturnos
una que ampara en su espuma sus relinchos


                                                                                                       Del libro La ciudad con Laura


Retorno

entre temblores entre dulces espesuras
urgida de vaivenes y mareos
de hilos que atan lo inefable
volviendo al filo de tu voz que se proyecta
hilo a filo de seda o alfil triste
fijando un punto de mármol en el cielo
moviendo el tiempo de tus besos a mi carne
así volviste

mirando el negrísimo mar que ya se enarca
con un desdén de luna forajida
con un relieve de arena en cada mano
jinete o montura de tu cuello
público templo que en soledad se arriesga
a la faena de ser alma en voz que trina
a recuperar sus propias odiseas
así volviste

siendo rumor de lo que fuiste entre mis brazos
sabor de almíbar en mi lengua
página erguida que busca su palabra
y es más palabra azul que tanta búsqueda
con ojos entregados al asombro
con esos ojos que hablan cuando besan
pan para mi hambre remotísima
así volviste

y volviste sin nunca haberte ido
con eso de fragancia o de postales que tienen los regresos
con tímidos anhelos de gloria en los bolsillos
un sol en cada dedo y un milagro
cuerpo que pasa silbando mi nombre más secreto
tren que hace escala en todas mis certezas

y en cada una suben más con su gran carga
llena de mí para llenarme
así volviste


                                                                                                       Del libro La ciudad con Laura



Lecciones de urbanismo XIV

Todos pensamos un crimen perfecto, decisivo, como se piensa un poema o una sinfonía. Se trata de un crimen capaz de completarnos, de liberarnos, de hacernos más nosotros. Todos soñamos siempre un crimen, lo soñamos despiertos, lo perfeccionamos día a día, durante años, siglos, cerca o lejos de la victima.

Y afilamos cuchillos, sacamos navajas o tijeras a la luz de la luna, imaginamos armas muy lustrosas que hermosean la muerte, un estampido de silencio o un lento filo de oro que navega las aguas de un cuerpo, hasta dar con su proa en el corazón del mártir elegido.

Todos tenemos un crimen escondido, nuestro viejo proyecto, un último gesto de odio acuñado con ternura, una suave decisión violenta, ese cuerpo que ya flota, como enorme magnolia, en el agua agazapada del estanque, y que teñirá todo de rojo, como lo hace el crepúsculo que hay en cada sacrificio.

Vivimos nuestro crimen, lo pensamos despacio, vamos cambiando de proyecto, o insistiendo en el mismo, ultimando detalles como un buen novelista. Crimen cuyo motivo, en puridad, ya hemos olvidado, porque el asunto es matar a alguien muy concreto, aunque no sepamos por qué. Y así, obsesiva y sagradamente, vamos depurando un cadáver viviente gracias a una serie de ultrajes inventados. No hay nada que vengar, el tiempo se encarga de hacer justicia a su manera, pero el muerto (nuestro muerto) tiene ya cara de victima. Su existencia, su trato con nosotros, el espacio que ocupa en la noche o en el día, es una provocación, un signo, una tácita invitación al homicidio.

Todos tenemos una victima. No sabríamos vivir sin ella. Y urdir ese crimen, pasar noches enteras blanqueando metales, aquellas dagas imposibles de la bellísima falta, todo eso es lo que nos va matando, eso es de lo que vamos muriendo. Moriremos finalmente de nuestro propio crimen, de aquel que jamás cometeremos. 


                                                                                   Del libro inédito Elucubraciones de un flàneur

     Flavio Crescenzi


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