El amparo de la ceiba
Corría el año 1948, y en la capital se daba el suceso que partiría en dos y para siempre la historia y el corazón de Colombia: El Bogotazo.
Mi madre, mi abuela y mi tía vivían en Santa Rosa, en el valle de San Juan, en algún lugar de las montañas del Tolima. Para llegar a Ibagué viajaban en mula hasta Rovira, tras tomar aire y guarapo esperaban un pequeño e incómodo
carrito que por unos cuantos centavos las sacaba de aquel pueblo. Una vez en Ibagué había que alistarse para una larga jornada cuyo destino era Bogotá. Este periplo tardaba entre 5 a 6 días, y fue el recorrido que hizo el abuelo Abdonías -quien era el gamonal liberal de la región- para acudir a la IX Conferencia Panamericana donde se urdía un plan orquestado por el gobierno de Estados Unidos para declarar al comunismo como una actividad fuera de la ley.
Antes de coger camino hacia Bogotá, los abuelos acordaron encontrarse en la hacienda, ya que a finales de ese marzo acababan de recoger la cosecha de café y tenían que hacerse cargo de vender la carga. Por eso la abuela Mauricia dejó a mi madre y a mi tía al cuidado de sus hermanas en la casona de la calle 26 y se dispuso a volver a Santa Rosa como lo habían convenido.
La Violencia la tomó por sorpresa en la soledad de la hacienda, no había peones ni mujeres, no había nadie, solos los bultos del grano apilados en la bodega para llevarlos a los centros de acopio. Ella ignoraba todo lo sucedido en la capital. En el Valle de San Juan las noticias siempre llegaban tarde.
Cuatro o cinco días después fue por boca del tonto Tobías que por un plato de guisantes y un guarapo soltaría la lengua: "Ay Señora Mauricia la vienen a matar!" fue lo primero que dijo. Después del segundo guarapo contó que La Chusma se había fugado de las cárceles y que venía como una mala nube arrasando con todo lo que encontraba a su paso, y desafortunadamente la finca y la abuela se encontraban en medio de su camino. Ella ese día esperó a que cayera la tarde y la oscuridad le diera ventaja, corrió a campo abierto con un costal, una veladora y con el rosario en la mano hasta la vieja ceiba cuyo tronco ahuecado le proporcionaría la única oportunidad de seguir con vida. Como pudo se metió dentro de aquel hueco, tapó la entrada con el costal, encendió la veladora cubriendo con cuidado la llama para no ser descubierta, rogó para que creyeran que era una luciérnaga y se encomendó a la protección de los ángeles de quienes siempre fue ferviente devota.
Durante toda la noche vio desfilar desde su escondite a la muchedumbre frenética blasfemando contra Dios y contra la patria. Tuvo que ser por intervención divina que esta gente pasó por Santa Rosa sin arrancar los geranios de las macetas, desmantelar puertas o ventanas, robarse los bultos de café o siquiera tomarse un sorbo de agua.
Sino hubiera sido por la advertencia de Tobías, el tronco ahuecado de la ceiba y la inmensa fe de la abuela, tal vez esa noche la historia de la familia habría tomado otro curso.
Dejando atrás Santa Rosa
Cuando la abuela salió de Santa Rosa lo hizo para no volver jamás.
Tomó a la tía Elsy de una mano y a mi mamá de la otra y con su dignidad y la precaria situación económica con que la dejó el abuelo se instaló en un humilde rancho a la orilla de un camino polvoriento. Para poder dormir tenían que estar totalmente agotadas para así no sentir la superficie dura de la barbacoa, la esterilla y la tierra seca.
El rancho estaba concebido para los jornaleros, escasamente protegía del sol y de la lluvia, desde allí los hombres cuidaban las reses que pastaban. Mataban las noches zurrunguiando el tiple y contando historias de animas y aparecidos para alejar el sueño.
Fue una época demasiado dura. La abuela cosía por encargo e iba casa por casa llevando los pedidos y cobrando el trabajo. Cabe decir que las distancias en el campo son enormes. Mientras tanto, las niñas crecían como podían.
Mauricia recibía la paga al final de la tarde y cuando por fin regresaba al rancho no tenía alientos para salir de nuevo. Por lo general le decía a mi mamá " Mija vaya hasta la finca de los Carretero y traiga pan y panela para pasar la noche y entretener las tripas".
Ir hasta la finca de los Carretero demoraba unos quince minutos de ida y otros quince de vuelta, esto para una niña de siete años, en pleno campo y a las seis de la tarde era toda una eternidad. Mi mamá -pienso yo- tomaba estas caminatas por el campo como uno más de los juegos de la infancia.
Cuando ya había andado un largo trecho veía salir de los altos pastizales a un perro grande y negro que se hacía a su lado y la acompañaba por el resto del camino, lo que más recuerda ella era la fuerte respiración del animal. Cuando ya estaba cerca de la tienda y podía ver las luces de la casa el perro desaparecía.
En cierta ocasión en la que se encontraron la abuela y Doña Empera, esta última pregunta: Maura ¿quién es el jovencito que acompaña a la niña cuando viene por el mandado, él no es de por estos lados? La abuela con una sonrisa y con la voz serena le contesta: Emperatriz, ¿cuándo Dios me ha quedado mal?
Fabricante de estrellas
En memoria de Mauricia Riaño
Recuerdo que la abuela acostumbraba recoger desde enero hasta casi entrada la época navideña papeles brillantes de todos los tamaños. Las envolturas de las chocolatinas Jet y de los caldos de gallina Knorr eran sus favoritos. Con las uñas alisaba los papeles hasta que no quedara la más leve arruga. Con cuidado los guardaba en el fondo de algún baúl bajo el peso de la ropa y de los libros que la acompañaban. Me parece verla sacando los papeles y sentándose cerca de una ventana donde la claridad del día le facilitaba hacer su trabajo manual. Comenzaba diseñando pequeños triángulos a los cuales doblaba las puntas. Luego los ensamblaba por parejas. Con una impecable destreza fabricaba las estrellas que pacientemente iba pegando sobre un telón oscuro que serviría para recrear el firmamento. La más grande y luminosa era la Estrella de Belén. Bajo aquella luz acomodaba el pesebre donde esperábamos el nacimiento del pequeño Niño Dios.
Ha pasado el tiempo, y, sin embargo, nada ha borrado aquel recuerdo de mi abuela aguardando en profunda oración y regocijo la Bienaventuranza: La luz de un milagro.
Sergio Antonio Chiappe Riaño
Neiva, 2019
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