sábado, 28 de enero de 2017

Jorge Valbuena. Los poemas

Gilgamesh

Allí en Uruk, un hombre, leo
salió a caminar por las callejas del sol
desesperado por el color de la ceniza
cuando la luz
                 se muere en la tarde.

Su boca no pudo pronunciar
el cauce que vierte las edades
-viento que al cruzar se posa
en un silencio embestido-.
Busca un lugar
afanosamente
dónde poner su pie sin que el camino
siga llevándose el tiempo.

Enamorado de la vida que ha dejado
                                     amarrada a un espejo
sale a buscar la eternidad.

Su viaje es un largo retorno
caudal de dudas que defiende
hasta encontrar otra puerta.
Como quien huye de su sombra
huye de la muerte
                               
                                  la vigila
posada en un árbol de incendios
            tallado en el aire.



Poema en reparación

Preguntan en la tienda por el nuevo libro del poeta
buscan sus comisuras errantes en las calles donde se aleja
pastoreando sus sombras
pero en la tienda no saben si habrá, si hay
un nuevo libro del poeta
un libro en el poeta
no saben del poeta o qué será de su jardín incendiado.

Las calles en cambio saben algo
como un sendero en un balcón sumergido
cruzan por los ojos de los transeúntes
y se detienen a tallar asombros
asuntos que en lugar de orillas guardan barcos
que por instantes se entregan a huracanes de caminos
una tormenta de azares que se envuelven
hasta que el poeta invierte el destino
de polución de las horas.

Ejemplo: Esa losa podría ser solo una losa
pero en el suelo suelta
es un adoquín en mitad de un andén en mitad de la ciudad
del que salta, cuando la pisan,
un chorro de lluvia de la tarde gris de ayer mientras respiras
quien lo pisa se detiene a limpiar su pantalón
murmura algo entre líneas
y vuelve a ser de la hojarasca en el vendaval
después de unos segundos imperdibles,
así cruza una larga fila de ejecutivos
de dolores apresurados
de caricias incompletas
de relojes afilados
de reflejos rotos que pisan el adoquín
y se mojan de lluvia de la tarde gris de ayer mientras respiras y de
rezagos
hasta que el poeta ve en el adoquín estropeado un corazón
que solo palpita cuando alguien lo pisa y se detiene
a limpiar su pantalón o su sombra
pero se detiene al fin y al cabo.

Y entonces lo salva
el poeta recoge ese poema atropellado
y lo lleva en su ambulancia de suspiros
a la ciudad acumulada en sus hojas que ya empieza
a nublarse de esplendor
y lo siembra en medio de la oscuridad
para que tiemble
como ceniza de luz entre los ojos.
Mientras tanto el poema, ese corazón arrollado
en cuidados intensivos
se entretiene mirando
por entre la curvatura de hollín de los segundos
otros poemas como él atravesados por lanzas
o suicidas, adulterados, con las alas vacías
en sus lecciones de vuelo y de canto
para poder partir al asombro.
"Como en un cuadro de un Bosco ebrio" dijo sentirse un poema
el otro día
cuando le preguntaron en una entrevista por su lenta recuperación.

Y nadie sabe qué pasó con el poeta
la editorial decidió publicar un especial
de recetas para esconderse en caso de temblor
y ayudas nemotécnicas para combatir los trancones.
Y el poeta no sabe tampoco
Nadie, ni él mismo sabe algo
sobre su nuevo libro,
solo recuerda que debe regresar los poemas
que ha estado recogiendo
a su hábitat natural
a que detengan los transeúntes
en mitad de la calle o de la vida
a limpiarse el pantalón o la sombra
cargada de ahogo
de la lluvia de tarde gris de ayer mientras respiras.



Baúl del aire

Así transcurrían las cosas en este país
un día era una visita a la luna
que podía predicarse en dos lugares
con sus alas rotas.
Un cambio de agujas para el silencio.
Morían en la esquina los tejados
las banderas se incendiaban de bruma,
rasgaban velámenes en la vigilia,
y en un oscuro jardín de tumbas
caían los pétalos a nuestros primeros vientos.
El tiempo entonces dormía en la inquietud de sus labios
susurraba en la oscuridad
cifras remotas.
Temía el tacto la llegada del día y en la noche
vigilaba con torpeza su ataúd.
Pero las flores crecen en el pavimento.
La cima del huracán
era un libro sumergiéndose en el polvo
arriba, lejos, huyendo de un caudal inevitable,
era el mundo, su diluvio, su origen, su extravío
las sílabas del pánico,
el sitio donde habitan los andrajos de la aldaba.
Entre tanto aquí crecía cada paso
mis manos se elevaban
y crecía
en medio del azar y las ofrendas
moronas de rumor que desplegaba cada reino.
El libro en la esquina del estante
crecía callado conmigo,
ninguna mano se habría acercado a su voz
hacia tiempo,
en su portada dos ojos
cortando con frío al frío
un hombre mirando
al vacío desde su intemperie,
advertía un abismo observándome.
¿Su título?
Baúl del aire
se leía desde el pozo de esa edad:
Baúl del aire en finas letras rojas.
Afuera era una noche sumergiéndose
cuando solté sus vendas y vi.
Como una hoja que quiere ser el aire
como un sauce
como un helecho que persigue a la lluvia
caí robándole centímetros al ayer
hasta la noche de ese traje
hasta esa tumba
fuera de aquí Baudelaire
donde el silencio guarecía
todos los respiros del mundo.



 Fin de jornada

El profesor llega a su casa en silencio
su casa es silencio y entra
saluda a las horas que se aferran al fogón
en la espiral de fuego que duerme
en su biblioteca.
Bocas y umbrales que apolilló el cielo.

Los habitantes del miedo
hacen su ronda impaciente
adentro el mundo sueña,
afuera se adormece.
El reptil cansado de la noche
cuenta los andamios
que trazó el sol.
Su condición de arpegio
y de silueta
su soga en la que todos se iluminan.

Adentro llueve.

Las palabras penden
de una larga llovizna.
Tras una ventana encendida
sobre la madera del escritorio
el profesor y la noche
se vigilan.


                                                                                   Jorge Valbuena 

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