martes, 5 de septiembre de 2017

Diego Alexander Vélez Quiroz. Los poemas

Imágenes de domingo frente a la puerta de San Pedro

El cielo entró en receso ante el altísimo precio del pecado.
Caos lleva el rostro de un jardín sin manzanas,
es uno más de los ciegos amantes.

Parece que Dios se ha colgado en los cabellos de María,
no se sabe cual será el tamaño de su sepultura.

Los arcángeles rumoran el regreso de Adán.
Se ofrece recompensa a quien brinde información
sobre el paradero de Eva,
desde su partida han muerto todas las serpientes
provocando una progresiva desaparición de las especies.

Las charcas del cielo se han llenado de espinas,
por ello mueren los ángeles de sed.

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El infierno es un volcán extinto,
un niño salta a la cuerda en sus entrañas.
El fuego siempre vuelve.
Sí, el cielo está a punto de desaparecer
y en ti sigue haciendo frío
¿Adónde irás entonces?



La alquimia imperfecta

Una alquimia imperfecta nos condena:
aquí estás,
creces hacia el sol como los árboles,
buscas la luz y la provocas.
Penetras mi suelo, me alimentas.
Aquí sacias mi sed, allí mi hambre
y en todos lados mi desnudez contigo.
¿Y yo?
También me elevo, 
pero no hacia la luz sino hacia el aire, 
ese lugar vacío que es el aire.
Y me disperso en largas humaredas
a provocar la lluvia que te moja.
Provengo de un incendio y ardo,
ardo y me elevo y me disperso,
y te hago incendio aquí en la tierra
y yo me incendio, nos incendiamos amor,


nos incendiamos.


Al final, después de los incendios simultáneos,
justo después de arder sobre la tierra,
tú vuelves a la luz, como los árboles.
Yo debo resignarme a mi destino,
dulce ceniza del recuerdo,
alquimia imperfecta de los cuerpos.




Poema de la ira

Hace frío sin ti, pero se vive
Roque Dalton

I

Quién te dijo malparida que mi dolor es
una dádiva a tu ausencia. Quién te dijo que
todos los caminos se han tornado de ida y
yo sigo esperando, con los ojos callados,
ver tus pasos de vuelta.
Quién pasó para decirte que no me queda nada,
y que incluso la nada me falta, y tu presencia.

Qué espejismos llevaron con sed a tus oídos
para que te acordaras lejana de mi angustia.
No, no lo creas todo porque apenas si duele, no me juego la vida:
me sangran las heridas, no lo niego,
entre el plexo solar y las negras entrañas tengo un vacío abierto
que amenaza (constante) con romper mis costillas y trasmigrar
en polvo mi gastado esqueleto.
Es cierto también que he perdido los miembros.
Dejé de usar las piernas y han perdido sentido
las cuencas de mis manos que insisten en tocar
tu dulcísimo seno (basta cerrar los ojos, y un recuerdo).
Si, me estoy quedando ciego y al final de la noche
miro hacia el horizonte y apenas si distingo la sangre de la aurora.
¿Qué te puedo decir? me deshago.


Pero no creas todo porque todo no alcanza,
no seas ingenua y tonta,
yo no le temo al barro.


No creas que aquí ya nada es bello,
que atardece en mil grises y que apenas la sombra
me cubre con sus fríos. No es como si la fuente
de mis exhalaciones, de todos mis respiros, se hubiera
evaporado dejándome sediento y a punto de asfixiarme,
sin aire, sin un toque de brisa, en este atroz desierto.


¿Quién te ha dicho que muero?
Nadie, nadie se atrevería a decir que en mi casa
las aves carroñeras han fundado sus nidos
y devoran, hambrientas, las ventanas abiertas,
los marcos de las puertas, las tejas, las cenefas,
los pisos con su brillo, tus armarios vacíos,
los vasos para el agua,
el jabón de lavar y hasta la tubería.
Nadie confesaría
que entre tanto despojo pervivo yo ¡horroroso!
sentado en una silla que apenas si presiente
la humildad de mi cuerpo menguado por la ausencia
(no la tuya, la mía) y la falta de sueño.
Nadie, nadie, si me conoce, dirá
que en esa silla vegeto desde agosto, exactamente el trece
(día de mala suerte) en que saliste airosa
arrastrando con sorna tus falsos
ademanes de libertad de día, y me dejaste preso.
Quién te dijo que espero, ahí, aquí
o en cualquier lado, anclado en el recuerdo
de una vieja caricia, del beso de febrero,
de la tarde en que impúdicos ocultamos las
manos entre los pantalones (yo las tuyas, tú las mías)
y tocamos con júbilo y torpes movimientos
la fuente humedecida de la vida.
¿Te parece, acaso, que pienso en los detalles?
Tal vez, recuerdo claramente, podría dibujarlo,
tu desnudez sedienta vencida por mi aliento,
diciendo con los ojos: tengo en el cuerpo un grito que
llevará tu nombre (hoy pienso que fue falso tu grito,
tal vez hasta mi nombre).

Nadie, podría jurar que nadie te reveló
el secreto que guarda mi silencio:
no puedo decir nada, ya no leo ni escribo,
le temo a las palabras , a sus precisas sílabas
y a sus corvos acentos. Me siento condenado
y es posible que pronto me quede sin empleo.
Pero estoy resignado, prefiero que el silencio
me alcance con su canto. Odio los alfabetos porque en todos,
lejano, se repite tu nombre y no puedo callarlo.
No, nadie ha dicho esas cosas,
nadie dice que aulló cuando llega la noche
y que en ese momento, justo a las nueve y treinta,
luego de ochenta versos (tal vez un poco menos)
temo que mis palabras sean en verdad un ruego
que se repite, antiguo, con la intención honesta
de implorar tu regreso.


Tal parece que nadie te ha dicho demasiado,
pero no se equivoca.


II


Te resumo mi furia:
me arden los pulmones, es más que insoportable,
al respirar el aire que una vez respiraste. Cada cosa en mi casa,
que hoy es un gueto en ruinas, lleva aquella fragancia
que todas las mañanas antes de entrar al mundo
calabas en tu cuello, tu exactísimo cuello que paseabas desnudo.
Dimanan mis enseres aromas de tus manos precisas para el tacto
y los pisos repiten con toda simetría las huellas de tus dedos
paseando por los cuartos y llegando de pronto (casi puedo tocarte)
hasta mí que esperaba, con tu piel en mis labios, vencer las soledades.


De mi pluma diseca, de todos mis bolígrafos y
hasta de los teclados, no brota más que bilis que se
esparce, violenta, por todos los rincones de mi terca memoria
y allana los recuerdos, los baña con su ácido.
Por eso, allí donde una imagen te llena de azahares
e irriga por tus pechos el sol de primavera,
yo solo veo heridas, belleza inacabada que
no alcanzan mis manos.


Por no enlazar tus dedos he cerrado los puños,
los paseo en su guardia y me doy de trompadas
con todos los espejos que me miran ¡canallas!
con cara de abandono, de mortal desahuciado.
Lucho a diario conmigo, me derribo en la entrada
de todas las mañanas, me estrujo hasta las cuerdas
templadas de la tarde, caigo sangrante al plato,
me levanto y ataco, pero al llegar la noche
los rounds me han agotado: vencido por tu ausencia
me derrumbo y me callo.


III

¿Y luego qué, y la vida?
La vida es un espanto:
nazco cada mañana seguro hacia la muerte,
me deslizo sangrante por las tardes sinuosas
esperando un milagro: un voraz maremoto que
arrase con su llanto el suelo en que me paro.


La vida es esa espera, una espera que nunca se ve recompensada,
es un paso seguro por caminos errados en que me pierdo
y vuelvo, como Sísifo al barro.
Me caigo y me levanto.
Camino por las calles y no veo otra cosa que
despojos y llanto: el pasar de los autos con su espectral chirrido ,
las matronas cansadas, los crueles rascacielos,
los caminantes, los niños y los tristes amantes,
el sol que se golpea sin pena en el asfalto, los andenes poblados
de comercios insulsos, la mirada furtiva de unas diez prostitutas
y la verga cansada de un travesti, también cansado.
Todo, todo, todo esto se me antoja inservible y chocante.
¿Quién dice, quién es el insensato,
que este paisaje enfermo es de verdad la vida?


¡No! La vida es otra cosa,
la vida es tu presencia vagando por la casa,
tu facha de muchacha recién amanecida
que pavonea sus piernas (ese par de milagros)
por las calles estrechas de un barrio de estudiantes
y se detiene,  niña, a consolar un gato que maúlla
en un prado, lo lleva hasta mi casa y con excusas
tontas lo alimenta y lo lava, lo bautiza y lo instala,
como a un dios perezoso, en medio de la cama.
Sí, la vida es otra cosa,
no estos ojos cansados de mirar
un recuerdo que se esfuma en tus pasos,
tan lejanos de casa, tan lejanos de todo.


La vida es un platillo con apenas lo justo
y tu sonrisa amplia que simula un banquete
para opacar mi pena por un mes de miseria,
un año resistiendo contra la economía,
cuatro años de prestado, de letras y de fiados.
La vida, vida mía, es tu mano en mi mano
firme en todos los tramos, tu voluntad de río
sacándome del barro. Sí, la vida es todo eso:
un te amo de rojo tallado en el espejo, las sábanas
revueltas, las ropas por el suelo, dos cuerpos
que se tejen en un cuarto pequeño.
Tu presencia a mi lado, eso es la vida.
¿Y esto? es apenas la sombra de lo que fue la vida,
una herida de muerte que va sangrando tiempo,
la aridez en un cuerpo que se resiste, enfermo,
a seguir la rutina de caminar a veces, saludar
a quien llega y despedirse siempre con un beso
de plástico. Aquí queda un harapo, la llaga de la vida
que mamá llama hijo, la prostituta cliente, el casero
muchacho y un título inexacto designa licenciado.
Es todo lo que queda: me caigo y me levanto.


IV

Pero te sobrevivo: tengo como ventajas
mi amor a la caída, la vocación de fondo,
y una ira embriagante, resplandeciente, airosa,
propicia para el fuego que consume, implacable,
las huellas que en mi cuerpo dejó tu árido paso.
Hice de las heridas una casa orgullosa,
solo triunfa quien lleva con placidez y júbilo
su dolor a las fiestas. Y yo festejo siempre,
no sé por qué motivo, pero río de muerte ante
cada tropiezo, amo hasta la locura la piedra
que recibe, con humildad opaca, mi golpe
despistado tras la larga caída. Entre la piedra y yo
ha nacido un romance de pequeños estragos:
yo caigo, ella calla. Somos como dos vírgenes
a las puertas del cuerpo, cada temblor es nuevo.



                                                                    Diego Alexander Vélez Quiroz
















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