La siguiente selección consiste en dos poemas que saldrán en el libro Lecciones de vuelo, y dos cuentos; uno que pertenece a Bestias (2015) y el segundo es inédito.
Serpiente
De muy lejos
viene
viene
la serpiente
allá
allá lejos
veo su cola mordida por sus primeras fauces
Jormungandr
Jormungandr me susurra su nombre
dormida atraviesa los hielos de Islandia
y su aliento es fumado
por los hijos del primer hombre
por los hombres nacidos entre el fuego y la escarcha
por los hombres nacidos de la leche de la vaca Udumla
Ouroboros
Ouroboros semidespierta bajo las murallas derruidas en los ojos
en los ojos semiabiertos del druida
en los ojos derruidos por el éxtasis
Más acá
más acá la serpiente
ya no duerme
y bosteza
Cuando exhala
se derrama en aguas dulces
cunado inhala
su carne se va volando en polvo que hace llorar los ojos
y lacera
con sus gritos que ansían
el falo ígneo del sol
el humo vegetal que perfuma el cielo
y los gemidos famélicos que piden perdón por el olvido
Su cuerpo palpitante que juega
entre lágrimas y huesos resecos
su cuerpo lagarto del Nilo
su cuerpo río Amarillo
su cuerpo bantú lleno de ojos
secados al sol como chamizos
su cuerpo lujurioso
viene siseando
y lacera las mejillas de la Esfinge
suspendida en una inhalación interminable
que se tragó el agua de Nínive
La serpiente
multiplica sus cabezas
para hurgar los sueños
de los reyes
y pedirles
vírgenes con collares de perlas
vírgenes vestidas de novias
Quiere
tragarlas por el túnel de su boca
Quiere
llevarlas a su morada nocturna
Quiere
con su semen dulce
hacer temblar
las piernas abiertas
las bocas abiertas
las espigas abiertas
y las raíces
erógenas
bajo los surcos
preñados
de semillas
Viene
la hidra
con sus siete y con sus diez mil cabezas
Viene
bajo las barcas
bajo los gritos
bajo los pies atados con cadenas
Viene
Más cerca
puedo ver sus alas
puedo presentir
el corazón que es uno con su vientre de fuego
Más acá
sus ojos ya no reflejan el agua
Más acá
sus escamas huelen a cueva
Más acá
sus fauces son de león
Las rodea una rabiosa melena
Ya la oigo rugir en batalla
Pelea contra un hombre que enristra una espada de bronce
Un hombre vestido con la piel de un felino
Indra, Heracles, y Sigfried son sus nombres
Es un hombre que ansía
los ríos de su pecho
las vírgenes en filigrana sobre su sexo
Viene, viene por Grecia
su sangre se derrama sobre frescos antiguos
tapando quemando inundando de fuego
su palacio enjoyado
sus aljibes
y sus cuevas
Ya
está
aquí
encallada en un puerto de América
Antes de caer a tierra
estalla en plumas de quetzal
su nombre es
Kukulkán
Quetzalcóatl
Su boca se abre para decir perlas de maíz
y el hombre
que en la distancia
parecía el dios de todo el Cielo
o el griego con piel de felino
o un germano de melena rubia
se acerca
a recibir el aplauso
No es dios ni griego ni germano
No viste pieles
su nombre verdadero está prohibido decirlo
Usa sandalias y una túnica
no es de bronce ni tampoco hierro
aquello con que mató a la serpiente
No atravesó su pecho
la ahorcó con una sarta de cuentas
Aquí está
la cabeza de la bestia
Ven, doncella
pisa la cabeza vencida del reptil
cortemos este cuerpo de agua, de fuego, de arena
no volverá a susurrar al oído de los reyes
no volverá a hacer llorar el trigo
todo el pueblo se baña con su sangre
todo el pueblo come de su carne
¡El monstruo ha muerto!
¡Hemos matado al monstruo!
Pero sobre el río
la barca pasa
con un hombre
que juega
con monedas.
Hypnos entre sus cabellos
La cabellera del sueño
cabellera encendida, arisca, me enreda
Se pliega como un papel que envuelve el mundo
Transparenta mis salvajes pálpitos
Me olvida
Explora mis terrores vetustos
mis terrores de galeón rancio
Subasta mi cuerpo
lo troca en caleidoscopios universos
me lleva al trono perdido del alma
donde no estoy atrapada entre miradas caninas
Mi nombre es Quién
mi nombre volátil, transmutable
mi nombre que no me llama
mi nombre que olvida las curvas de mi sexo
del otro lado del espejo
mi nombre que salta de mirada
a mirada
a mirada
Luz rebelde
inquieta
subversiva
que juega a reproducir los teatrillos de Edipo
y los grabados del Liber Mutus
y los espejos en que puso sus ojos Johannes Bosch
y el sueño de la razón
y es canto que son números que son el mundo entero y son el
hombre y Dios
Esos cabellos de algas abisales
esos cabellos de piedra que el sol moldea con mano oscura
son un laberinto que cambia de forma
con cada paso en que sigo la dirección del día
Y cada puerta es un círculo infernal
sin memoria de ser infierno
con la grave certeza de ser vida
Es cotidiano al oler esos cabellos andróginos
cabellos sin tiempo
probar el agua colorida
turbia y henchida de eternidad
volver a esa calle nunca vista
y no reconocer en las melenas híspidas de los árboles
la propia puerta de mi casa
ni los bosques de caña blanca que lanza el sol por entre las persianas.
La lengua de los ángeles (basado en la historia de Corina Lemunao)
Una vez habitó el confortable mundo, la cueva íntima, el castillo en penumbras donde oía los sonidos a través del agua, donde sólo existía ella. Donde sólo habitaban los recuerdos sobre las últimas palabras que los ángeles le dicen a todas las almas antes de ponerles el dedo sobre los labios y empujarlas al mundo. Pero se abrió un día un hoyo en el cielo, se vació el agua y ella fue forzada a salir. Hasta entonces era perfecta. Sabía que era una conciencia encerrada en su cuerpo, y cuando la obnubilación pasó, quiso saber cómo había sido creada, en qué se había convertido. Se miró las manos, probó los dedos gordos de sus pies, trató de saber dónde estaba. Se dio cuenta después de dormir un centenar de veces, de conocer los matices de la noche y los temores que traían las sombras, que era un ser incompleto. Que cada día la creación hacía retoques en sus huesos, en su piel.
Pasaba mucho tiempo sola, entendiendo exactamente qué era lo que había cambiado mientras ella, sin quererlo, sin poder evitarlo, se había dormido. Sola. Porque el cuerpo caliente de su madre la alimentaba y luego la dejaba con el único contacto de las mantas de la cuna contra su piel.
Luego vio que además de su madre había otra que miraba y olía como ella, que se veía como ella pero era mucho más pequeña. Supo de su existencia cuando la vio observándola detrás de las barandas de la cuna, sin emoción. Tal vez con un poco de ira y un poco de repugnancia.
Tiempo después, cuando la muerte del día y la llegada de la oscuridad ya se habían vuelto un poco más cotidianas, las manos y las rodillas conocieron el suelo. Probó el polvo acre que le hacía toser, la sensación seca y clara de la ropa contra la lengua, aunque amargo y salado a veces.
Masticar la tierra y sentirla sisear entre los dientes con ese sonido brillante y a la vez oscuro.
Nunca entendió el ruido que hacían las bocas de los otros dos. Se preguntó a menudo por qué no se limitaban a mover las cejas y la boca, pues eso le bastaba para saber cuándo se habían molestado y cuándo estaban felices. Casi nunca estaban felices y en cambio todos los días se molestaban con ella.
Cuando sus dientes salieron, adquirió la costumbre de pegarse a la esquina de una pared, a ruñirla hasta sacar migas y oír desde adentro de la boca cómo estallaban. A veces el sabor acre de la cal la empalagaba. Entonces se iba a la pata de la mesa a chuparla hasta que se ablandaba y podía arrancarle, primero, tiras, filamentos de madera, y luego, cuando estaba más empapada, trocitos suaves.
Algunas veces, cuando se cansaba de masticar cosas y probar sus sabores, se quedaba acumulando saliva en su boca, preguntándose quién regulaba ese líquido que no se parecía al agua porque si la dejaba salir no caía en gotas sino que era un bracito difícil de partir. A veces se ponía a hacer burbujas con él y se maravillaba de lo delgado que podía llegar a ser.
Un día sus ojos se toparon por primera vez con una de las ventanas de la casa. Vio que había algo más allá. Antes, cuando su mamá cruzaba la puerta se preguntaba si la luz de afuera se la tragaba y ella tenía que luchar contra ella, porque cuando volvía se veía muy cansada y rezongaba más que cuando se quedaba en la casa. Pero al ver por primera vez el prado de afuera, se dijo que tenía que saber cómo era eso. Tenía que llegar a él.
Ya llevaba un tiempo en que su madre y la otra la hacían exasperarse, llorar a los gritos porque la cogían de las manos, la separaban del piso, la alzaban diciéndole "camina,¡camina!" pero a ella le gustaba estar cerca del piso. Y ellas la zangoloteaban, le pegaban. La que se parecía a su madre un día le mordió un cachete. "¡Eres una idiota!" le dijo. Ella, aunque no le entendió nada, por el tono vio que eso tenía que ser algo muy malo porque las cejas casi se volvieron una sola y la cara se puso muy roja.
Pero después de ver por la ventana sí le dieron ganas de separar las manos del piso y caminar sólo en los pies para llegar allá. Veía que ellas dos caminaban más rápido de esa manera. Así que se apoyó en los muebles, en el brazo del sillón de la tele, en el borde de la mesita de la sala. Después de muchas caídas, un par de golpes contra la esquina de la mesita, unos cuantos cabezazos contra ese cemento duro, que sabía feo y olía a mugre que nunca limpiaban, pudo sostenerse. Lo que más le llamaba la atención no era el color verde, ni la textura del pasto, que desde lejos no se notaba tanto, sino los sonidos. Los sonidos que no eran como la voz de su madre ni de la otra.
Empujó y empujó la puerta pero no se abrió. Sólo consiguió golpearse un hombro. Quedó en el suelo llorando, como casi nunca lo hacía. Entonces llegó la otra, la alzó con fuerza del suelo, la sostuvo por las axilas en el aire, ahí se dio cuenta de lo mucho que la otra había crecido y la zangoloteó: "¿Qué quiere ahora, maldita idiota, salir?", le gritó. Le gritó más fuerte que otras veces. Ella pensó que si su madre estuviera ahí, ella no le gritaría tan fuerte. Pero hacía días que su madre no volvía a cruzar la puerta. "le voy a enseñar lo que es llorar", le dijo la otra. "¿Tiene hambre?", seguía chillándole mientras caminaba dando pisadas fuertes sobre ese suelo verde que nunca antes había visto. Ella estaba tan asustada que no se percataba de sus propios gritos.
Entonces vio el corral. Supo de donde venían los sonidos. Adentro del angeo, vio sus picos perfectos. Sus pies escamosos, desnudos, de pocos dedos, pero que se sostenían con maestría. Sus cuerpos casi redondos, sus abrigos brillantes, sus alas. Se preguntó si eran ángeles como los que ella recordaba haber visto antes de nacer. "¿Le gustan?" le preguntó la otra mientras la tenía colgando de las axilas con los pies en el aire, haciéndole doler la espalda y el estómago. "¿Tiene hambre?", y ella se quedó pensando mientras hacía fuerza para que la pusiera de vuelta en el suelo. Así lo hizo la otra, dentro del angeo.
Los ángeles al principio se mostraron asustados. Seguro no se acordaban de ella. Pero se acercaron a picotear sus ropas y ella lo interpretó como una señal de bienvenida, Entendió que si permanecía en ese nuevo mundo, no iba a necesitar vestirse; entre todos le darían el calor que ella quisiera. No le pidieron que se separara del suelo; le enseñaron que era mejor andar acurrucada. Con los brazos plegados, bajando la cerviz hasta el suelo, fue aprendiendo a tomar los granos de maíz, a doblegar su dureza. "Eres una gallina", oyó decirle un día la otra, "serás una gallina y comerás con ellas".
Cuando muchos años después una vecina llamó a la policía y vinieron hombres de blanco y azul a llevársela, sus compañeras la miraban desconcertadas mientras ella les chillaba y aleteaba pidiéndoles ayuda, pero no había nada que ellas pudieran hacer. Se la llevaron a una casa enorme, le ofrecieron vestidos, trataron de enseñarle otro idioma, de hacerle comer comida blanda, caliente, de darle agua de colores en vasos de cristal. Ahí, por un momento, recordó que así comían, bebían y vestían su madre y la otra y salió corriendo, se arrancó la ropa y se acurrucó bajo un árbol, piando, balanceándose para tratar de calmarse. A su alrededor nadie entenderá lo que le costó ceder. Lo que le molestaba la lisura del colchón en las noches. El calor que le daba la ropa. Lo que la aturdían los sonidos de la gente. Lo que sentía al ser observada por tantos pares de ojos escrutadores. Ahora se ha resignado a andar cubierta. Aprendió el arte de llevarse la comida a la boca con instrumentos metálicos. Hasta aprendió a caminar como ellos porque se dio cuenta de que los ofendía si lo hacía con el cuerpo más cerca del piso. Pero se rehúsa a aprender la intrincada lengua que tratan de imponerle. Si está feliz, si está triste, si la asustan, grita en su lengua. La lengua de los ángeles.
Alfonsina
Desde que éramos niñas y nos echábamos a rodar por la bajada de la finca, era Alfonsina la que tomaba la iniciativa de curvar su trayecto para hacerme chocar o desviar. Siempre era yo la que terminaba con el vestido lleno de popó de perro y de boñiga y era yo la que siempre terminaba castigada.
Cuando fuimos creciendo, mientras yo me obsesionaba por ser pulcra con mis cuadernos, por la letra cuidadosa, porque los títulos fueran siempre en rojo y el texto en azul, por las márgenes con regla, los apuntes prolijos y las tareas minuciosas, ella jugaba. Caminaba de aquí para allá. En un momento desaparecía de mi vista y luego la oía reír, hablarles a nuestros juguetes, mover cosas. Llegaba a acostumbrarme a sus ruidos y los convertía en música de fondo. De repente ella llegaba corriendo y yo sólo sentía los arañazos cayendo sobre mí como una lluvia y os rayones sobre la tarea que tanto me había costado hacer. Pero las profesoras no entendían las travesuras de Alfonsina. Mi tarea llegaba bien presentada aunque no tan completa como la primera versión. Eso, sumado a las hendiduras que persistían en el papel y deformaban mi letra, y os arañazos en mi cara, terminaba bajándome puntos en la nota.
Hasta el día del columpio. Ella comenzó a impulsarse cada vez más y más, comenzó a gritar, "mira como me elevo, hasta el pasado y hasta el futuro y hasta el Polo Sur y el Polo Norte y hasta el Cielo y el Infierno". Ahí se soltó, cayó al suelo y no quería abrir los ojos. No se despertaba y no se despertaba y todos en el colegio lloraban, las profesoras, la directora y nuestras compañeras. Le hicieron hasta una ceremonia. Finalmente se despertó pero desde ese momento, aunque traté de hacer que las cosas no cambiaran tan veloces ni tan radicales, fue inútil. "¿Con quién hablas?" me preguntaba mi mamá. Con Alfonsina, le decía extrañada y ella no podía evitar ponerse roja ni dejar escurrir las lágrimas. La gente cambió mucho, comenzaron a ignorar a mi hermana, le pegaban codazos y pisotones cuando pasaban. Incluso parecían no oír sus gritos ni sentir sus pellizcos ni sus mordiscos. Todo el mundo insistía en ocupar el puesto a mi lado, que era de ella. ¿Pero dónde piensan que se va a sentar?, les decía. No había caso.
Ahora que han pasado tantos años en esta misma casa que habitamos desde niñas, le reprocho el que se haya ido volviendo tan tímida. Que no le guste participar en las reuniones, que se resista a presentarse a mis amigos, que sea tan renuente el simple acto de tomarse un vino y conversar con ellos de cualquier cosa. Que no haya querido volver a salir. No. Ella espera a que caiga la noche y viene con algo entre la boca: un pedazo de papel, una bolsa de plástico hecha bola y me lo da para que yo le juegue. Pobre Alfonsina. Ella misma no parece darse cuenta de cómo ha ido cambiando desde el día del columpio. Yo misma, cuando despierto oyendo su respiración en la oscuridad, al ver sus dientes de aguja relumbrando amarillentos en la tiniebla, esos ojos blancos como lunas llenas sin pupilas, cuando siento su respiración y huelo la tierra húmeda y los pequeñísimos líquenes amargos que exhala su aliento, me demoro un instante en recordar - la adrenalina y los temblores tardan en desaparecer luego de que me hago consciente - que Alfonsina sólo quiere que la arrulle hasta quedarse dormida.
Gabriela Arciniegas