Mis manos proceden de un sembrado en la playa.
Una vez las hundí con los dedos bien abiertos
como exploradores, a las diez esquinas del mundo,
noté tal calidez y textura
que mi vida comenzó a crecer
como crecen los matorrales en las dunas;
por la raíz hacia los horizontes
y un poco para arriba.
Ahora
se me comunican estos días con aquellos
con la facilidad con que se traslada
la sangre por las venas,
pero con la feliz imprudencia
de que todo me sabe siempre, un poco
al salitre de la niñez.
Parecido al amor,
cercano al acto de amar,
mis dedos de escribano.
Hay un hueco donde duermen las letras
y su agudo parto,
para los versos, la palabra.
Una puerta sin abrir guarda toda, toda la playa,
donde qué arena he de elegir.
Próximo a un beso,
una suerte de inaugurar el labio,
mis dedos para escribir.
Una derrama de abecedario,
escaleras abajo,
un torrente de canicas de cristal literario.
Hasta este indeciso escribiente
que rehace verbo y adverbio
entre ligero, azul y complaciente.
Semejante a una dulce caricia
la redacción en la que uno,
por amor y por hambre,
siempre incauto y feliz se implica.
Me confieso asesino de lunas,
declaro mi omisión de auxilio al ocaso.
Me acuso, además
de los cargos contra la levedad del pétalo,
la luz sobre el insecto en la rama,
la diminuta explosión que sucedió en la flor.
Asumo la pena
de que me lances tú la primera piedra
por no atender la orfandad
en la que malvive, a veces, la belleza,
la insólita belleza.
Alega la flor, la flor del alba
un rayo dormido.
Aporta como de pezones, el tacto,
y como de rocíos, la andanada.
Ha de haber perfume a trufas y a membrillos.
Ha de saber, tan temprana la mañana,
al zumo que beberán los tordos
al romper de las escarchas.
Ha de tener el tronco la nocturna llaga,
han de salpicar los verdes la punta de mis pestañas.
Tiene que ocurrir un trueno en el átomo de esta causa,
donde solventar con luz las enramadas.
Suceso textual en un excitar
intacto, nómada, breve y destapado.
Donde el valle, mis apetitos y mis ganas.
Lluis Fernández
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