Huesos
Por la memoria relativa de los huesos
y los humos que invaden nuestras noches,
nada es tan importante al antojadizo día
como restarle importancia a las cosas.
Hay relojes invisibles degollando minutos,
truncas escaleras de caracol sin faros
hurgando la infinitud celeste.
En vano, todo eso es en vano...
Las huellas confusas del pasado,
el sol lamiendo la desértica salina,
y la lluvia, cayendo sobre el pinar incendiado.
El barro infausto de los dioses,
los túmulos y los altares consagrados,
el amor que nos hemos tenido,
el fuego de verano, el frío invierno...
el oro de la carne que se avieja y sufre
el cristalino mirar enredado en la opacidad
de los secretos tules que bordan las noches
y entre sí sufilan los días.
¿Qué fuimos? nosotros que nos creímos todo...
¿Qué resta? me pregunto al borde del abismo
y sé que dentro mío ya no queda nada.
Oigo el eco de los viejos juramentos
junto al muro de estuco, la corona de laureles:
de aquella fausta gloria sólo quedan las espinas,
y los juramentos se han vuelto remisas palabras.
Me intrusan la vigilia memorias inasibles,
son quizás las mismas que merodean la noche,
hechas con confusos trazos de tiza
dibujando sueños finales, y pesadillas.
Pero hay rutas en los huesos, astillas
que rumorean victorias o derrotas.
Ahí yace el último recuerdo de la vida,
esa mueca siniestra de la calavera
mirando absorta cielos invisibles
y sonriendo, con sus dientes amarillos.
Me recuerda que todo es posible
aún la felicidad efímera y viajera,
pero dando por segura, solo a la muerte.
Huesos y bronces, mármoles y glorias
componen y descomponen nuestra historia.
Así, quizás mis huesos huelan a café
a gardenias degolladas a las 6 en punto,
laderas de lavandas e ignominias.
Y tus huesos huelan a malhabidos billetes
a la plata de Judas, al oro de Midas
o al hierro vetusto de las rejas
donde gime tu alma encarcelada.
Hay en la críptica intimidad de los espejos
runas y voces reservadas a pocos, vedadas a ninguno,
formas sutiles, curvas, prismas adamantinos
que azulan a los ojos la blancura de los haces.
Una febril inteligencia perversa trama
la sombra detrás de las siluetas,
y la muerte, allende la vida.
Nos hemos quedado solos, a pelo,
en páramos helados por la indiferencia,
las dagas que afila el odio ya brillan
en el cielo rojo de la tarde, y caen
como dragones, buscando lagos de fuego y sangre.
Solos y callados
en patíbulos moribundos
vacíos, anudados a voraces horcas,
nudos finales, sobre horcas caudinas.
Entonces quedarán un tiempo más, ellos,
los huesos , surgiendo de las hedientas carnes.
Los tarsos diminutos, los fémures torcidos,
las sinceras costillas y las falsas,
la pátina sepia de las calaveras,
los húmeros asidos al sudario.
Brotarán de mis dulces tuétanos
blancas azucenas, carnosos geranios,
abriéndose paso entre la grama
para que coma el pájaro de mi quieta mano
o vuelva el cielo a mis ojos apagados.
Huesos que aparecen en escena
para la vista de quienes en vida
los han negado, con su proclama callada
y su millón y medio de silencios.
Nadie podrá decir entonces qué fue de mi vida,
al tiempo que nadie podrá ignorar
que entre las cosas que fueron
una vez, en un tiempo, en un lugar
yo también, a mi modo, he sido.
Me irás olvidando, en cada parpadeo,
y cada paso que des, te irás alejando,
todo beso que me has dado lleva
el falso sabor de uno más,
siendo que todo beso que se da,
siempre es un beso menos.
Norumbega
Me pareció verte
entre la anónima muchedumbre,
en un andén de Retiro
a la hora en que los trenes se abarrotan;
tenías todos los años de nuestra ausencia
colgados de tu piel enjuta,
yo venía de suicidios, divorcios, y otros exilios,
vos venías de entierros y crepúsculos finales,
y nos cruzamos las miradas:
un instante fulminante como un rayo...
Sonaba un tango en los altavoces
y por esas cosas que se sienten
aunque ninguna razón las explica,
en esa voz disfónica oí mi nombre
anunciando mi muerte, el degüello
y la partida de un tren sin destino.
Se volvieron locas las palomas
en los altos tinglados de hierro,
la tristeza de la tarde caía
como un pesado telón de terciopelo.
Llevabas en la mirada todo
mi perdido universo de infancia,
mis juguetes preferidos,
lágrimas vertidas,
el severo ademán del "no se puede"
todavía amartillado en el entrecejo,
y un extravío ya propio del ser viejo
alojado en lo celeste de tus ojos claros.
No me dijiste nada.
Hace muchos, muchos años
habíamos peleado.
y nos fue alejando
la distancia y el silencio
en un para siempre parecido a la muerte.
Me acerqué y nos miramos,
de nuevo.
Dudaste,
yo estaba seguro.
Te abracé primero despacio,
y después nos hicimos un nudo,
me dijiste al oído y con pena
-¡Qué te parió che!
yo te dije
viejo.
A la hora en que salía un expreso
llevándose consigo
a todas las palomas en ese torbellino
del tiempo perdido,
y en vano,
como son en balde las vanidades,
los enconos
y los encuentros postergados.
Nos pasaron por encima
los hombres y mujeres
vomitados de los trenes,
los personajes que fuimos y seremos
nos habitaron las miradas
y nos cortaron el aliento,
en este homenaje a los enconos
en este insulto a las distancias
que desbaratan la fragancia
de tu piel oliendo a lavandas
y la mía oliendo a soberbia y nada.
Un silbato destrozó en mil
aquel silencio de los ojos cerrados,
y entendimos, finalmente
que ya no había más estaciones para nosotros.
Todos partían a sus pueblos,
al refugio que da el hogar, el fuego,
nosotros no teníamos dónde
derramar la sombra de nuestro abrazo.
nadie necesita mi verdad,
excepto yo
nadie necesita mi poesía,
excepto yo
el mundo puede vivir sin mi,
yo no
nadie sabe que en mi alma
ya estoy muerto,
sólo yo lo sé
y sé que mi historia y mi sino
están escritos en mi ombligo,
voy por la página siete mil
y todavía no me sé, ni me entiendo.
¿Cuándo fue que crecí, madre?
Yo sólo quería un pueblo de caramelo
en una playa de celofán azul,
un puerto al sur del sol
donde verte llegar
en tu nave tirada por cien mariposas.
Soy un árbol de palabras
que se apaga
el poeta tiene un sólo hueso,
de fuego,
y aparece cuando muere
se llama silencio
aunque algunos le digan olvido
Luis María Lettieri
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