I
Pusimos la vista atrás, más no hubo regreso.
Miramos hacia delante y se nubló la visión.
Del sosegado impulso de las aguas
fluía a torrentes nuestro destino.
La regia caravana de montañas precipitada
por el tiempo, agrietada por los ríos,
fortaleció en su vientre nuestra agonía.
Nacimos lejos del mar, sin embargo traemos
en el azul de la mirada su infinita tristeza.
Traemos los cantos legados por el viento,
la cruel monotonía del día que subyace.
Ungidos por la sombra secular de la noche
abastecemos la existencia con licores y besos,
y en los huesos ahuecados, suena la melodía
inquietante de los espíritus Andinos.
Extraviados en la ruta edificamos sobre el valle
las fábricas, las cárceles, los cementerios,
al amparo de cúpulas de iglesias
donde la mentira no duerme.
Ya en mármol brillante, ya en mísero yeso,
intentamos preservar el recuerdo
de nuestros dioses, de nuestros muertos.
IV
La voz no se resiste sobre las cosas muertas
y bajo el vuelo tácito de la desolación
emprende la fuga de sus desesperanzas;
ejercita el clamor en deuda con la esencia,
yerra y deliberadamente discurre.
Mientras ello sucede, sobre la cabeza del cantor,
sordos, indiferentes, bullen los astros
en su afán de detenerse nunca.
X
¿Lo ves, acaso, en medio de las difusas
figuras que depara el desenfreno?
Ay, amor, es como si no hubiésemos nacido.
Así es el movimiento sempiterno,
así el cóncavo sexo de la noche en celo.
III
Olvidamos el canto antiguo de las piedras,
la voz de los ríos que al cruzar el monte nos llamaban.
Olvidamos el hálito sublime que deja en el aliento
un trinar de pájaros en fuga.
Olvidamos la fuga y henos aquí presos
entre el hierro y el cemento de nuestra propia desdicha,
huérfanos de toda sangre.
Hermano de las piedras y de la lluvia,
cómplice del fuego y de los árboles;
oh tú, semejante a los fieros potros
que con las crines expuestas al viento dominan la llanura,
-Tal un niño que soñara juegas
entre estiércol, penas y bajezas,
con una esfera pensante, mortal entre tus manos-
tendrás que hacer brotar de la nada
las cosas, las casas, la vida que para el pájaro guardas.
Hermano de las piedras y de la lluvia,
hijo del viento y de la tierra,
surgirás en medio del fuego, del sueño,
de los potros y de los árboles,
sonriendo con el humano semblante,
lejos de la tribu servil que se aniquila.
Jandey Marcel Solviyerte
Poemas del libro La lira destemplada
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